Lola Abelló Planas
Es posible que la escuela pública que habíamos imaginado para el siglo xxi, al contrastarla con la realidad, sólo represente un pálido reflejo de nuestras aspiraciones. Avanzamos con dificultad en una sociedad aceleradamente cambiante, el contexto nos sorprende en el día a día. La escuela pública, como todo lo público, debe dar satisfacción a unos desafíos que, apenas empezamos a cumplir, ya presentan nuevas complejidades. Aquello que era válido ayer hoy nos arremete como parcial, incompleto, y debemos buscar nuevas estrategias, renovadas salidas para dar con la respuesta adecuada a cada momento educativo.
La sociedad ha efectuado muchos cambios, las estructuras familiares son múltiples y diversas, no podemos referirnos a la familia como único modelo posible de unidad de acogida, de donde niños, niñas y jóvenes salen para regresar después de un largo día de aprendizajes formales, no formales, informales, etc.
El concepto de la infancia ha experimentado una mutación en cuanto a la representación social: de constituir unos brazos para trabajar, se ha pasado a un bien escaso que merece amparo, plasmado en una sobreprotección que para nada favorece su autonomía. Las relaciones entre adultos y niños también se han transformado. En este caso, un poderoso medio se ha introducido en el hogar, sin ni tan siquiera pedir permiso: la televisión y todas las pantallas en las cuales se socializan nuestros hijos y jóvenes. Nuevos lenguajes, desconocidos códigos hacen que los adultos ajenos temamos todavía más a las tecnologías de la información y la comunicación. Complejo entramado de relaciones humanas con la técnica y sus nuevos canales, en el que debemos navegar padres, madres y educadores para que el raudal de información que recibimos diariamente llegue a constituir conocimiento para la infancia y la juventud.
Y a todo ello, la escuela sigue con sus ritmos, sus pautas, sus conocimientos plasmados en libro de texto como si de la única verdad se tratara. Poco proclive a cambios, la institución escolar, sacudida también por las transformaciones sociofamiliares, busca autores en lugar de causas y así la comunidad educativa es censurada en lugar de defendida.
A nuevos tiempos, nuevas funciones de la escuela. Como ya no es la única transmisora de conocimientos deberá buscar inéditas destrezas para incorporar la información al conocimiento. La diversidad en el aula se corresponde con la pluralidad social y es resultado de la generalización de la enseñanza hasta los dieciséis años. Estos niños y niñas, distintos entre sí en capacidades, culturas e ideologías, pertenecen a unas familias plurales, en su composición y en sus valores, y éste constituye un dato significativo para elaborar los nuevos canales de relación entre familias y escuela.
No es nuevo, ya que ha sido corroborado por múltiples informes, que la escuela es un lugar privilegiado donde se socializan los niños y niñas, esto quiere decir que conviven, que viven junto a y, por lo tanto, incorporan espacios de relación donde deben aprender a convivir, a conocer, a establecer, a respetar estas normas sociales que les convierten en ciudadanos.
La función educativa de las familias
Vivimos un momento muy complejo en el cual educar resulta extremadamente complicado. Tenemos un escenario social que va cambiando constantemente y de manera acelerada. El concepto de familia se ha transformado y hablamos de familias, en plural, por su composición diversa. Los adultos que forman una familia trabajan fuera del hogar y mayoritariamente tampoco tenemos el apoyo de los abuelos o la familia extensa, esto comporta que las madres y padres vayamos tejiendo una red de apoyo alrededor de la escuela pública que interacciona con el barrio o el municipio. Así, desde la escuela vamos adquiriendo compromisos con el tejido social cercano y participamos como ciudadanos.
Educar en la incertidumbre sin parámetros fiables desconcierta cuanto menos. Los modelos de familia que se han ido transfiriendo a través de generaciones ya no son válidos y se ven modificados por gran cantidad de información sobre otros modelos, que asimilamos sin reflexión alguna. Venimos de una época en que los expertos han ido marcando el ritmo educativo de nuestros hijos e hijas, haciendo tambalear la función paterna espontánea. Luego hemos pasado por una época en la que se nos ha reprochado el hecho de dimitir de nuestras responsabilidades educativas a favor de la escuela y la verdad es que la sociedad ha traspasado a la escuela demasiadas cargas educativas. Ya va siendo hora de que padres, madres y tutores restablezcamos nuestra confianza en la función educativa basada en el afecto, los sentimientos y las emociones; una familia es algo tan simple como una unidad de acogida donde se establecen unas relaciones afectivas entre adultos y niños no sólo de protección, sino también educativas. Ahora, la labor educativa se comparte entre la familia y las distintas instancias educativas, entre ellas, la escuela, sumándose a ella los diversos grupos sociales que nos rodean, los medios de comunicación, sin olvidar las estructuras sociales como grupos de poder social, político o económico que pueden decidir temas como que el precio de la vivienda suba o que la economía esté basada en los servicios con unos horarios imposibles y unos contratos precarios.
Por lo tanto, nuestra función educativa como padres y madres atraviesa el pequeño círculo de la comunidad educativa para dimensionarse en la participación como ciudadanos.
Participar en el siglo XXI
Participar en la escuela, hasta finales del pasado siglo, consistía en asociarse en la AMPA y colaborar en los canales instituidos, como el Consejo Escolar de centro en la organización y el control social del colegio; el Consejo Escolar debía garantizar la democratización de la escuela pública. Han sido múltiples los avatares que éste ha sufrido en los vaivenes legales y la función para la que en principio fue creado difícilmente se ha llevado a cabo en algunos centros.
Actualmente, el escenario de enseñanza-aprendizaje ha cambiado ostensiblemente; nos encontramos demandando a la escuela una serie de procedimientos y destrezas anteriormente inimaginables, porque los protagonistas del aprendizaje, los niños, niñas y jóvenes actuales, nada tienen que ver con las generaciones anteriores, debido, entre otras cosas, a los estímulos que reciben por otros canales que la institución escolar persiste en ignorar.
La escuela ha perdido el monopolio de la transmisión de conocimientos y esto plantea nuevos desafíos, dudas y recelos; debemos reformular nuevos conceptos: la autoridad del profesorado, la convivencia en el aula, el sistema de actividad lectiva, etc. Para las familias también se han trastocado las funciones educativas tradicionales; nuestros hijos e hijas reciben constantemente impulsos educativos de distintos agentes con los que tenemos que contar y muchas veces contrarrestar.
Los retos sociales a los que estamos sujetos los educadores pueden, en muchos casos, someternos a tensiones que solos no nos es posible superar; únicamente mediante la cooperación entre familia y escuela podremos avanzar en el camino de una formación adecuada a las demandas de un siglo marcado por la información y el conocimiento.
Las AMPA también deben evolucionar y cumplir la función social que se les viene demandando, en la misma LOE podemos leer un cambio fundamental lingüístico que se corresponde con voluntades políticas de adaptación a las necesidades sociales: no es lo mismo que un ministerio sea de instrucción, de enseñanza o de educación. Que se asigne en una Ley Orgánica el uso de padres y madres, cuando se refiere a las funciones meramente escolares; y familias, cuando se está hablando de educación. Otra de las innovaciones que se introducen es que el centro debe ayudar a las familias en su función educativa, sobre todo estamos hablando de educación infantil, pero sería trasladable a primaria o mayormente en secundaria, cuando el clamor docente apela a las responsabilidades educativas de las familias.
Como ya hemos apuntado más arriba, la convivencia ha de formar parte de la actividad cotidiana de los centros, se debe trabajar para y en pos de una buena relación, son tan importantes el aprendizaje de procedimientos y conceptos como el de actitud; y en este momento debemos centrarnos en secundaria. Los adolescentes valoran en gran medida a la familia; en estos momentos de transformaciones de todo tipo en que el grupo de iguales ejerce una gran atracción, los padres debemos estar cerca de nuestros hijos sin ser vistos, pero presentes.
Por lo tanto, debemos replantear el papel de los padres y las madres en el centro, sobre todo en el de secundaria, fortaleciendo su presencia con implicación y compromiso. Este compromiso debe ser a tres bandas: alumnado, profesorado y familias.
La participación no se puede limitar a disponer de tiempo para hacerlo, necesitamos involucrarnos en la educación de nuestros hijos e hijas; además de la voluntad, merecemos un reconocimiento social, que la función educadora de los padres y madres esté valorada socialmente y por las administraciones, con el fin de que la tiranía de los horarios laborales de disposición absoluta, en que estamos inmersos muchos de nosotros, deje de presionarnos para poder gozar de la tarea de educar y ofrecer un servicio a la comunidad a través de la participación en la escuela, en el Consejo Escolar, en las federaciones de AMPA, en el ámbito local, nacional o internacional.
Es un buen momento para la reflexión y replanteamiento de la función de las AMPA en el centro educativo, no sólo como padres y madres de alumnos, sino también como ciudadanos activos insertos en una comunidad que explicita unas necesidades y reclama respuestas activas de la ciudadanía para una sociedad más justa, más solidaria, más igualitaria, más libre donde la educación va más allá e interacciona con el sistema educativo.
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